Es en esa posición de impotencia, abandono o descontrol que alzamos nuestros ojos al cielo.
Cuando éramos niños, en ocasiones, mi padre solía recitar con nosotros el Salmo 121 cada vez que salíamos fuera de nuestra casa. Mientras lo recitaba, venía a mi mente la estampa vívida del lugar montañoso donde vivía. Desde el balcón de mi casa, podía ver los montes adyacentes, con algunas casas y calles. Pero mi vista sólo alcanzaba ver la parte interior de esos montes, no podía ver lo que pasaba al otro lado del monte, o si alguna persona o vehículo se aproximaba, hasta que llegaban al lado donde sí podía ver.
Así como el salmista dice: “Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro?” (v. 1), muchas veces, hay montes que se levantan en nuestra vida, que nos impiden ver lo que pueda estar pasando al otro lado o lo que pueda estarse acercando. Es como si estuviéramos en medio de ese valle de desolación y sólo a nuestro alrededor hay montañas que nos impiden salir de él o ver si viene la ayuda de camino.
Cuando éramos niños, en ocasiones, mi padre solía recitar con nosotros el Salmo 121 cada vez que salíamos fuera de nuestra casa. Mientras lo recitaba, venía a mi mente la estampa vívida del lugar montañoso donde vivía. Desde el balcón de mi casa, podía ver los montes adyacentes, con algunas casas y calles. Pero mi vista sólo alcanzaba ver la parte interior de esos montes, no podía ver lo que pasaba al otro lado del monte, o si alguna persona o vehículo se aproximaba, hasta que llegaban al lado donde sí podía ver.
Así como el salmista dice: “Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro?” (v. 1), muchas veces, hay montes que se levantan en nuestra vida, que nos impiden ver lo que pueda estar pasando al otro lado o lo que pueda estarse acercando. Es como si estuviéramos en medio de ese valle de desolación y sólo a nuestro alrededor hay montañas que nos impiden salir de él o ver si viene la ayuda de camino.
En ocasiones, los montes pueden ser mucho más altos a nuestra vista, y sólo estamos mirando a ver por dónde puede estar la salida. Estamos esperando ver esa luz a la distancia que nos indique el camino a seguir. Por eso, tendemos a mirar hacia arriba y decir entre sí: “¿Cómo podré salir de esta situación?”,“¿Quién podrá ayudarme a salir de esto?”, “¿De dónde vendrá mi socorro?”.
Sin embargo, es en esa posición de impotencia, abandono o descontrol que alzamos nuestros ojos al cielo. Nuestra posición nos obliga a tener que alzar nuestra mirada y exclamar: “Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra” (v. 2).
Hay alguien mucho más grande que yo, más grande y más alto que el monte que se levanta en mi vida, y tiene que estar arriba en los cielos. Tiene que ser el Dios creador de los cielos y la tierra, quien habita en las alturas y mira desde los cielos a la tierra y acude al socorro de su criatura (ver Sal. 14:2; 33:13; 53:2; 85:11; 102:19). Él es siempre nuestro oportuno socorro, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones (ver Heb. 4:16; Sal. 46:1). Así como vemos la tierra, plana y redonda, desde la cámara potente de alguna nave espacial (como cuando vemos algún documental por la televisión), así mismo ve Dios la tierra desde las alturas. ¡Las montañas no se ven como montañas! Desde arriba no se puede apreciar cuán alta es la montaña. Así que a Dios no le impresiona nada de eso. ¡Él se enfoca en ti y solamente en ti!
Por eso es que no tenemos por qué estar atemorizados. Nuestro Dios es alto y sublime, pero también está accesible a nosotros. Él ha dicho: «Yo habito en la altura y la santidad, pero habito también con el quebrantado y humilde de espíritu, para reavivar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados. Porque no contenderé para siempre, ni por siempre estaré enojado, pues decaerían ante mí el espíritu y las almas que yo he creado...Produciré fruto de labios: Paz, paz para el que está lejos y para el que está cerca», dice Jehová. «Yo lo sanaré» (Is. 57:15-16, 19). Dios tiene cuidado de sus criaturas, de sus hijos. Sólo espera que le abramos el corazón.
La única manera en que Dios puede habitar dentro de nosotros es pidiéndole a Él que venga y haga morada en nosotros; y Él lo hace por medio de su Espíritu. Nuestro espíritu está anhelando conectarse con Él para ser reavivado; nuestro corazón, nuestra mente y nuestros pensamientos también anhelan ser vivificados. Sólo así se podrá producir en nosotros la paz, el descanso y la confianza que necesitamos tener cuando las situaciones difíciles nos rodean como montes a nuestro alrededor.
Anímate a levantar tu rostro, a enfocar tu mirada en Aquel que es tu socorro. Cuando te enfocas en los cielos, lo demás a tu alrededor se vuelve insignificante. Confía de todo corazón en Dios, quien te creó y te conoce, aun desde antes que existieras en este mundo. Él está ahí para sostenerte, para ayudarte y para darse a conocer tal como Él es: el Dios de paz, el Dios que provee, el Dios que sana y el Dios que te bendice.
Lydia C. Morales
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